martes, 4 de mayo de 2010

Sinrazones



No podría olvidarlo. Fue el día de mi undécimo cumpleaños. El sábado habrán pasado siete.
-¡Vos no sos mi padre!- le grité rabioso.
-Tenés razón- me dijo con voz quebrada y mirada de hielo. Se metió en su campera, se colgó su morral al hombro y contrario a lo por mí previsto, cerró muy suavemente la puerta al salir rumbo a los bares a vender su bijou.
Por la mañana como de acuerdo implícito no nos dirigimos la palabra. Mamá nos miraba a uno y a otro sin comprender del todo. Mientras mi hermanito, ajeno e indiferente mantenía con ambos esa misma charla cotidiana que por primera vez percibí estúpida y por completo innecesaria.
Mi silencio, aunque más que elocuente a la par del de mi padre (No puedo evitar llamarlo así, al fin y al cabo es al único que conocí como tal), me roía los oídos, me escocía en los ojos, me aceleraba los pies…así que partí más temprano que nunca hacia la escuela. No cerré la puerta al salir, seguro de que mi hermanito correría tras de mí.
Esos primeros días me resultaron tan incómodos como una ropa dos talles menor a la adecuada disminuyendo mi libertad de movimientos; y hasta mis pensamientos se hicieron más lentos, rondaban éstos, recuerdo, el desconocido paradero de mi padre biológico.
El tiempo fue deslizándose lentamente entre las cosas que hacían a nuestra vida. Mucho había transcurrido ya desde que no cruzábamos tan siquiera una furtiva mirada con ese hombre que me había criado. Se que mamá hablaba mucho con él abrumada ante la negación mutua a la que nos habíamos sometido con ostensible capricho. Conmigo raras veces lo hacía: “Deberías pedirle disculpas…”, me decía, a lo que yo contestaba casi invariablemente: “No necesito sus disculpas”, sabiendo que eso era lo que él esperaba de mí.
Mi conducta en la escuela evidenció por entonces un considerable cambio, no para mí, cabe acotar, ya que nada me conmovía. Pero entre los maestros fue causa de recurrentes comentarios, por lo que pude saber más tarde cuando la asistente psicopedagógica citó, en primera instancia, a mis padres, y visitó mi casa ante la ausencia de respuesta de ellos. Mi padre se limitó a escuchar durante breves minutos la exposición de la mujer, dándose pronto por informado del tema en cuestión, luego de lo cual se excusó con sumos respeto y cortesía y abandonó simplemente la reunión, morral al hombro.
Yo seguía insistiendo en que él no era mi padre, y por su parte él jamás se aventuró a oponer resistencia alguna a esta realidad.
Mamá, escurriéndose las lágrimas se comprometió (por mi bien) a solicitar ayuda profesional, cosa que jamás sucedió, ni hubiese sucedido de depender de mí. Todo estaba bien así como estaba, era el argumento convincente que yo esgrimía. Aún continúa siendo del mismo modo.

Esta noche, mamá me imploró, enrojecidos los ojos, trémula la voz, que me acerque a él:
-“Juanjo…hijito querido…es la última oportunidad que tienen para perdonarse, hacelo por mí…o por la paz de ésta, que es tu familia…”
Me asomé al cuarto desde el umbral, sin atravesarlo. Sólo lo miré, allí tendido en su cama, hecho una nada flotando en la nada. Y confieso que no sentí nada. Y supongo que tampoco él sintió nada. Pegué media vuelta, me metí en su campera, me colgué su morral al hombro, cerré muy suavemente la puerta detrás de mí al salir y me vine a los bares.

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